


Mi práctica fotográfica, en tanto gesto ético y ontológico, se inscribe en la dimensión liminar donde la imagen documental trasciende su función referencial para devenir dispositivo de interrogación existencial. Entiendo el acto de fotografiar no como una operación de captura, sino como una suspensión del tiempo, un corte lúcido en el devenir que revela la fisura entre lo que se muestra y lo que permanece. En esta grieta, lo humano —con su fragilidad constitutiva— y el género —como configuración simbólica y política del cuerpo— emergen no como esencias, sino como campos de tensiones, como zonas de disputa entre lo que somos y lo que se nos impone ser. Mi obra, entonces, no pretende fijar identidades ni narrativas, sino abrir un espacio de contemplación donde la imagen se vuelve pensamiento, y el pensamiento, imagen encarnada. En esta praxis visual, la fotografía se ofrece como un acto de resistencia silenciosa ante el vaciamiento simbólico del presente. Lejos de toda pretensión de objetividad, mi mirada se instala en la incertidumbre, en lo que no puede ser dicho del todo, allí donde el ojo y el alma encuentran un punto de fuga compartido.